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  • Foto del escritorChabeli Gimenez

Plática con un Amor Seco

Actualizado: 9 ago 2022

Considero que solo vemos aquello que queremos ver, ponemos nuestro enfoque en lo que no es útil de alguna manera o nos llama la atención. Esta atención esta condicionada por lo que hemos aprendido bajo categorías como bueno/malo, lindo/feo, útil/inútil, y determina nuestro interés sobre los objetos. Sabemos más sobre las flores de jardín porque entran dentro del grupo de las plantas buenas por su ornamentación, su belleza y su perfume, en cambio sabemos poco o casi nada de las plantas silvestres porque están consideradas principalmente por la agricultura como malezas, dañinas e invasoras. Podía recordar haber visto macetas con clavelinas, conejitos y jazmines en las casas de los vecinos, pero, si bien sabía que había yuyos en el baldío del frente de la calle no tenía idea cuáles eran.

La especie de mi maceta era en ese instante primario totalmente nueva para mí, porque al categorizarla como yuyo no la había mirado realmente nunca. Se alzaba por sobre los cactus con sus tallos y ramas de un color amarillo-ocre apagado, sus hojas tenían un dentado marcado en sus bordes, una vellosidad cenicienta que cubría el envés y desaparecía hacia el haz. En el centro comenzaba a asomarse un capullo que prometía revelar alguna especie de inflorescencia a un polinizador paciente. En otro sector los aquenios daban cuenta de un esplendor pasado y un prometedor futuro de la mano de esos ganchitos que se agrupaban centrados en una esfera perfecta; y ahí como un deja vu recordé quién era: un amor seco.

Recordaba haber pasado un buen tiempo sacando de mi ropa esos “palitos con abrojos” cuando era niña después de jugar en los baldíos frente a la casa de mis padres. Tenía que hacerlo del otro lado de la calle para no esparcir las semillas y correr el riesgo de que germinen en el jardín de malvones, tagetes, conejitos y portulacas que adornaban el exterior de la casa. La información que recibí en ese momento encasilló en mi mente al amor seco como un simple yuyo con una connotación despectiva. Sin embargo, ahora sobre mi escrito comenzaba a verse interesante. Era tan simple y a la vez tan imponente con esa perfecta simetría en el centro de su inflorescencia y en la distribución de las semillas en el aquenio. Parecía tener la confianza plena de que el primer transeúnte que pasara muy cerca seguiría su camino con unos cuantos descendientes abrochados en su ropa.

Ahí estábamos ahora: la planta y yo unidas en una conversación por el dibujo. La recorría y podía imaginarla danzando junto a un cactus y una suculenta como Las Tres Gracias en el cuadro Allegoria della primavera, más conocida como simplemente La Primavera de Sandro Boticelli realizada entre los años 1477-1478. Pero ella era diferente, me la imaginaba como la chica de la casa del té de la estampa de Kitagawa Utamaro Okita of the Niniwaya teahouse del Período Edo (1615-1868), era una exótica, aunque en realidad fuese más local que las otras dos. Vestía un kimono blanco de una tela muy delicada que se plegaba al deslizarse por la mano izquierda que alzaba para tomarse del cactus, el cinturón Obi ubicado en la parte baja de la espalda resplandecía como las diminutas flores de la parte central de la inflorescencia y el pelo lo llevaba sostenido por un Kanzashi de los frutos del aquenio. Tomada de la suculenta por la derecha me daba la espalda y sin embargo sentía su imponente presencia.




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