Una tarde llegué a la plaza y me senté a dibujar una pequeña flor que había recogido en el camino. Abrí mi libreta azul tamaño bolsillo y posé el espécimen sobre un borde, ahí estábamos como dos desconocidos viéndose por primera vez y el lenguaje para la ocasión era el grafito. Recordé las clases de la facultad, esas con tema en la figura humana donde el modelo se paraba en su mejor pose o la que indicaba el profesor, me detuve y pensé: ¿Cómo sería un contrapposto floral? Había despojado a mi sujeto de sus piernas y anclaje al suelo al cortarlo, solo me quedaba su tallo como torno, hojas como manos y flor como cabeza, ahí estaba: decapitado. Sin notar la agonía o el dolor de un humano en su estado me dispuse a recorrerlo tal ojo como bisturí y como si fuese una dama de Sanchés Coello Alonso del siglo XVll, doy comienzo a una pose en tres cuartos. Tenía una lechuguilla de pétalos formada por tres partes que no se dividían y estaban sujetas al eje floral, un rostro color amarillo y unas vertebras de alargadas semillas que terminaban en sépalos lanosos que las abrigaban hasta que estuviesen listas para caer al suelo o el viento las dispersara.
El viento, ese mismo viento que me llevaba restos de pasto y tierra sobre las hojas de la libreta y me recordaba que estaba en la intemperie, rodeada de árboles y flora que había sido elegida para ese lugar. Los yuyos estaban dispersos, ocultos en algún rincón, ignorados por la mayoría o solo vistos por aquellos que buscaban eliminarlos.
Vi un pequeño grupo de personas tomando mate en uno de los sectores de la plaza y pensé que cuando se conoce a alguien una de las primeras cosas que buscamos saber es cómo se llama. Tomé la pequeña flor, la coloqué frente a mis ojos para que la conversación se produjera a la misma altura y le dije: “Mi nombre es Chabeli, ¿Cuál es el tuyo?” Al no poseer cuerdas vocales lo único que podía mostrarme era su exterior, su forma y color, y es a través de estos y un par de consultas a expertos en el tema, logré encontrar su nombre: Tridax Procumbens.